Los perdedores me ponen cachondo. Y los animales de vestuario, curtidos en gimnasios de periferia y en raves techno al calor de la lisergia. Y los traviesos que se deslizan por el filo de la ilegalidad. Y los penes color canela, generosos en pigmentación y centímetros. Y los muslos con forma de melón murciano. Y los gemelos como naranjas de Valencia. Y el acento portugués. Y el lamento del fado. Y el olor a chabola. Y, cosas de mi infancia malherida, la mala hostia.
Cristiano Ronaldo, druida de genética perfecta, se me antoja el único ser vivo que encaja en este puzzle de filias sexuales. Cristiano, todo honor y todo gloria hasta el miércoles pasado. Cristiano, con diamantes en los lóbulos, coches caros y novias carísimas. Cristiano, Dios de Google. Cristiano, huracán de Madeira. Cristiano, el terror de las nenas, el beckham latino, el nuevo mesías del milenio tres. Cristiano Ronaldo dos Santos Aveiro. Hasta su nombre, a medio camino entre el éxtasis religioso y el furor de Río, baila con rabia y deseo en mi paladar. Cristiano, así en la Tierra como en el Cielo.
Cristiano, además, frecuenta la acera equivocada. La de las señoras con fruta entre las piernas, con tacones infinitos y plástico en las tetas. Y el vigor heterosexual, a nosotros los gays de tomo y lomo, nos enciende los huevos. Cuantas más bragas se restrieguen por la tapicería de su enésimo descapotable, mayor será su leyenda. Rezo por que nunca, por el bien de la Humanidad, tenga un desliz con otro varón de mirada negra. Si es así, me moriré un poquito más.
Cristiano. De héroe a villano en 90 minutos. Una hora y media fue suficiente para que el sol, rozando la media noche, volviese a salir por Barcelona y se esfumase para siempre en Manchester, ciudad de lluvias y hormigón. Y en medio de la hecatombe, él, mi portugués favorito, aguanta el tipo, y las abdominales, y la sonrisa de acero, y el flequillo travieso, y la espalda abrasada por la tinta. Porque tendrá mal perder, modales de penitenciaría y el puto estigma del subcampeón, pero entre las piernas le cuelga el rabo más sabroso del mundo. Me lo dice mi instinto animal. Amén.